miércoles, 2 de junio de 2010

CAPÍTULO VIII


( foto realizada por el autor )
Capítulo octavo

Los domingos el párroco de El Pilar de la Horadada se acercaba a la finca para decir misa en la capilla de la Casona a las 12 en punto. Antes, confesaba. Una vez un hermano mío, que era muy escrupuloso de conciencia y no tendría más allá de 11 ó 12 años, atascó la misa hasta pasadas las 12 y media, contándole al cura no se sabe qué pecados imposibles, en medio de grandes muestras de impaciencia por parte de todos nosotros que confiábamos en darnos un chapuzón antes de comer. Me parece que aquel día las bambas Pirelli, los meybas y las gafas y tubos de bucear Nemrod se quedaron esperando en la tartana, igual que esperando se quedó el camino que atravesaba el río Seco flanqueado de pitas en un horizonte de montes de esparto.

Total, que el domingo de marras no pudimos nadar hasta “los palos”, que así llamábamos a unas estacas situadas en medio de la pequeña ensenada de la playa de Campoamor. De ellas los pescadores prendían unas redes finas para atrapar lubinas, magres o pajeles. Nunca subí a bordo del balandro cuyo timón llevaba don Vicente. Sí lo hacía a menudo mi hermano, el improbable pecador, quien muchas y muchas noches me despertaba para que le recitase los credos, avesmarías o señormiojesucristos que creía haber olvidado. Yo me sabía de memorieta todas las cantinelas que enseñaban los curas del colegio. En verdad me costaba e importaba un comino aprenderme cualquier cosa, por inútil que fuera.


Con las tormentas de septiembre se anunciaba el otoño, el colegio y el presentimiento de un Madrid triste y de un colegio sin luz. El río Seco cogía algo de agua, que gustaba a ranas, tritones y libélulas. Los juncales hermoseaban y las invisibles chicharras de los pinos enmudecían de pavor ante los truenos.


De vuelta a Madrid tocaba forrar los libros del colegio con un rígido papel color nazareno al que adheríamos unas etiquetas cuyo pegamento que se humedecía con la lengua ensalivada. En ellas escribíamos con letra de caligrafía la asignatura a que se refería cada libro.


Costaba volver a la rutina y también costaba hacerse con las botas Segarra después de haber andado cuatro meses en alpargatas. Pero lo que verdaderamente sentía yo era perder, hasta el verano siguiente, la luna azul de medianoche y los altos cielos rasos de la dehesa. Y la libertad.

5 comentarios:

  1. Las ruborizantes confesiones de dulces pecados de niño, transformadas en bálsamo purificante y extorsionador, de infiernos llameantes. Las recuerdo...duraron poco...

    La llegada del otoño no la marcaba la caída de las hojas de los árboles, sino, como bien dices, las hojas de papel de forrar libros. El olor a libros nuevos me sigue recordando el final del verano y de la libertad.

    No sé cómo lo haces, pero consigues meternos en la máquina del tiempo con una facilidad asombrosa. Enhorabuena, de nuevo, Don Manuel.

    Un abrazo (que no me pienso confesar).

    ResponderEliminar
  2. MARISA, MAESTRA: ENTRE PECADORES, ¡QUÉ CIEGA CONFIANZA! ¡QUÉ DE RECUERDOS! ¡CUÁNTOS OLORES!
    ME OBLIGAS A ESCRIBIR...¡CUÁNTA EXIGENCIA!

    ResponderEliminar
  3. Manuel me has transportado leyendo tu relato a mis recuerdos de niña en verano ,y después del verano, entrar al colegio y tener de nuevo disciplina , a forrar libros y a dejar de ser libres como el viento,que tiempos aquellos tan hermosos y sin preocupaciones.
    Un abrazo de MA con el cariño de siempre para ti Manuel.

    ResponderEliminar
  4. MA QUERIDA, MIS RECUERDOS SON TUS RECUERDOS ¡QUÉ MÁS PUEDO PEDIR! ¡SÓLO DARTE MIL GRACIAS Y SEGUIR...!

    ResponderEliminar
  5. Manuel,

    Las inquietudes de infancia parecen haber quedado suspendidas en el tiempo, al leerte.
    De la travesura a la emoción...

    Besos.

    ResponderEliminar

Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!