martes, 24 de enero de 2012

Mujeres, límites exactos de la vida


( foto Ruvan Wijesooriya)



Sheela me regalaba plantas que cuidaba y educaba primorosamente en su ático de la calle Ibiza. Sin ascensor, que no lo había en el vetusto edificio, subíamos a pata los siete pisos, escaleras arriba. Comíamos, nos besábamos y hacíamos la siesta. Desde su cama vislumbrábamos la capa del cielo de Madrid.

Yo le preguntaba si nos pasaba algo. Ella siempre decía:

− Nada.

Era pequeña, dulce y culta. Rubia, pecosa y con unos pechos sin vuelta de hoja. Mandaba reportajes a la BBC de Londres. Tenía un perro grande que vivía en el parque de El Retiro, como yo por entonces.

Nos gustaba comer en los restaurantes económicos que había en el barrio. Sólo nos intoxicamos una vez, y lo resolvimos con dieta de agua y limón.

Aquella siesta le hablé de otra mujer. Sheela me dijo:

− Tú no tienes por qué elegir.

La otra, que era Rita y de Argentina, tenía otra opinión:

− Aclárate. O ella, o yo.

Conté el asunto al tercer ángulo de nuestro cuadrángulo, que extremeña y se llamaba Marisa. Ella me miró en azul:

− No es tu problema. Es de ellas. Y mío.

Yo no sabía que el asunto también constituía un problema personal para Marisa, quien vino de un colegio de monjas de Cáceres a conocer Madrid “la nuit”. Tuvo sus días de gloria como modelo y actriz de anuncios y esas cosas. Luego pasó a la revista musical y a los cafés-cantantes, de ahí al rodó a servir copas en un topless, para terminar ganando buenos cuartos como “cocotte” de constructores y promotores inmobiliarios.

Marisa se compró un bello piso en un edificio rehabilitado en la calle Bárbara de Braganza y un mal día me despidió por teléfono diciendo que yo había sido su gran amor, pero que ya estaba bien de joder por el morro. Así, como suena. Y todo porque se había traído del pueblo, para servir en su casa, a una sobrina que estaba de toma pan y moja. Por lo visto, la criatura dijo a su tía que yo la miraba en demasía. ¡Qué error, qué inmenso error!

En otro momento contaré cuando y de qué ominosa manera me despidieron de su vera las otras chicas, 
Sheela, la inglesita, y Rita, la bella y ardiente argentina ¡Qué bochorno!

miércoles, 4 de enero de 2012

Mi huerta (capítulo octavo y final)


( foto de Masao Yamamoto)

Aquel verano murió y volvió el barullo de la vida, esa gran parodia de la realidad. Se acabó mi estado de letargia y mi vocación de ermitaño a tiempo parcial. Si alguien de la familia advirtió indicios o sospechas de actividades paranormales, tuvo la delicadeza de callar, probablemente porque fingir ignorancia es menos fatigoso que indagar verdades inanes.

Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida. Yo bien hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época, mis diferentes épocas, y yo no concordamos. Nunca.

Cuando junté unos dineros, compré un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi arbusto de gran árbol de Bo pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros de alto y de ancho y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.

FIN