( capítulo quinto )
Avelino el fumista ejecutó al milímetro la infraestructura que requería mi delirio hortelano. Necesitó de todo el invierno y parte de la primavera, pero el día 22 de junio, histórica fecha en que partió mi familia hacia el Sur, en los sótanos donde vivía la gran caldera de carbón que suministraba calefacción al edificio, apilados estaban todos los pedazos de zinc requeridos para montar mi sueño de labriego de la propiedad horizontal.
Si la caldera calentaba en el invierno, la canícula mesetaria fundía plomo derretido sobre los cuatro enanos excéntricos que quedábamos en esta absurda capital de España, elegida como tal por Felipe II contra toda lógica política y conveniencia estratégica de un imperio que entonces estaba conquistando América. ¿Por qué no Lisboa? Puto racionalismo geométrico centralista.
El plomo incandescente del centro del día se volvía aceite hirviendo por las noches y yo me freía hasta el punto de dormir en el balcón, en un colchón Flex tamaño cadete. Los muebles de las tres habitaciones experimentales habían vuelto impracticables los largos pasillos del piso. Ni para dormir servían los corredores.
De todos los problemas que afronté aquel verano de lobo estepario, el que más me sulfuraba era la portera del inmueble, de quien tenía serios indicios para sospechar que trabajaba como agente secreto para la Drug Enforcement Administration de USA. La señá Pilar había convenido con mi madre en que cuidaría de asear mi dormitorio, a cuyo efecto fue provista de un llavín de la casa.