( capítulo tercero )
Hoy, transcurridos muchos años de gracia y alguno de desgracia, pienso en lo fácil que para Ada resultó pasar del invierno de la infancia a la primavera de la adolescencia. Sin dudas, sentimientos de culpa o regresiones. De golpe se terminaron las prácticas formales de la religión oficial.
De regla tardía, la caja de su cuerpo maduró maravillosamente en la Ciudad Universitaria de Madrid. De ojos claros, bien abiertos y bien guasones, sus pechos remedaban, a mejor, el busto de la Marianne de la República Francesa. Las largas piernas de Ada brotaban de más arriba de sus caderas, que a su vez sostenían el trasero más importante de todo el distrito universitario.
A propósito de su culo, contaré que, en tercer o cuarto curso de la carrera, el cursi y relamido de D. Leonardo, granadino y catedrático de Derecho Procesal, echó a Ada de clase por llevar pantalones vaqueros, que por entonces no se llamaban, como ahora, jeans. Otro apunte del clima imperante: un catedrático de Derecho Canónico, con apellido de comunero castellano, gordito, bajito y meapilas, a la hora de explicar los impedimentos y causas de anulación del matrimonio, como la impotencia y otras hierbas, rogaba que se ausentaran de clase las alumnas futuras abogados.
Ada leyó “El Cuarteto de Alejandría” de Durrell. A Henry Miller también: los dos trópicos,” Nexus”, “Plexus” y lo demás. Devoró la “Rayuela” de Cortázar, el “Bomarzo” de Mújica Lainez, el Jardín de los “Finzi Contini” de Giorgio Bassani y otras novelas que se vendían bajo cuerda. ¡Bendita editorial Losada. Buenos Aires. Argentina! Se entusiasmó con “Jules et Jim”, de Henri-Pierre Roché y “Le genou de Claire”, de Eric Röhmer. Huellas perennes dejaron en ella, como la suya en mí.
( foto de Yamamoto )