jueves, 16 de febrero de 2012

Colección de poemas de Manuel María Torres Rojas




(Facsímil del libro de poemas Terca luz)


Hoy nace un librito que contiene poesías escogidas de entre las escritas por mí en los últimos tiempos. Transcribo aquí la reseña editorial, gentilmente preparada por Clara, impulsora y directora de tan primorosa edición. Grato ánimo para ella.



"TERCA LUZ”, nuevo libro de versos de Manuel María Torres Rojas, se nutre de toda la materia propia de su personal universo, que recrea una y otra vez en sus escritos: la memoria, permanente autobiografía soñada y novelada, relatada “breve, corto y por derecho”, como gusta definir su escritura al propio autor.

Ya sea a través de los relatos de sus primeras publicaciones, como en “Los huesitos de mis ronquidos”, o en sus diarias entregas en cualquiera de sus cinco blogs, Manuel María escribe acerca de las cosas más comunes, o más  extraordinarias, de una manera suelta y libre, a modo de cuadernos de diario, donde cualquier acontecer agranda su mirada y le sirve de motivo para empuñar la pluma.

Este poemario es cosa bien distinta, porque es un paso más. A sus lectores no sorprenderá encontrar en sus versos vagos ecos de Garcilaso, Góngora y Lope y, sobre todo, de la música de Juan Ramón Jiménez.

Descubrimos a un Manuel María volcado en sus versos íntegra y apasionadamente, dejándose ir con un verbo cálido y entregado, intimista, desnudo; allá donde su escritura alcanza su más honda y sincera expresión, en su búsqueda de lo más humano de todo lo humano.

“Antes de sentarme a escribir, me invade la idea de cautivar y llegar al corazón de los demás”, dice de sí mismo el poeta. Y es en este “Terca Luz” donde más plenamente lo consigue, dejándonos poemas arraigados en su vida: los sentidos, el recuerdo, la infancia perdida y siempre añorada, en el amor siempre, más que en lecturas o construcciones intelectuales. 

Es este un libro de madurez, corolario de su producción poética, que alcanza su más alta emoción cuando habla del amor, ya sea en forma de pasión atormentada, anhelo insatisfecho o espejismo romántico: experiencia amorosa nunca culminada; llama, herida, ideal de Mujer, en perfecta e imposible armonía de forma y fondo."

viernes, 10 de febrero de 2012

Las cualidades del escritor


Manos de Gabriel García Márquez (foto Kim Manresa) 

¿Qué se necesita para escribir? 

¿inspiración o talento? 

William Faulkner aclararía la cuestión diciendo que el escritor sólo necesita tres cosas: "Experiencia, observación e imaginación".

¿Qué opinan mis improbables lectoras/es?

lunes, 6 de febrero de 2012

Cruel confidencia de mujer II



(foto El País)

(...es continuación)


El problema del pijama era más fácil de solucionar que el del peso del recuerdo de su olor de hembra. ¿Por qué me conmueven tantísimo las mujeres fatalmente pelirrojas?

Un billete de cincuenta euros convenció al hombre de la conserjería de que el guión exigía una llamada suya a la habitación de la infiel mujer de la mata de pelo rojo para pedir, en nombre mío, que hiciera al pronto mi equipaje.

Con otros veinte machacantes más, un mozo transportó mis maletas de la 425 a la 201. En plantas distintas y en alas opuestas. Distancia de seguridad.

En el minibar de mi nuevo cuarto no había ni vodka ni hielo. Opté por beber a morro dos botellines de Beefeater. Me tragué una píldora sedante, lavé mi cara y dientes y soñé con mi patio y mi aljibe y con las trenzas de mi primer amor, que fue el que sentí hacia una niña rubia trigo.

¿Siempre caeré en los mismos errores? ¿Es que no he de cansarme de desear la fruta del cercado ajeno? ¡Qué ciudad más puta y fría es Venezia!

Me despierto en un puro sobresalto. Las pesadillas me hacían gritar.

El estómago me dice que el momento más duro de mi vida no ha llegado aún. Que llegará cuando el deseo se agote y no me queden ganas de zascandilear.

Desayuno un bull shot bien cargado de vodka. Me confortaba la idea de que hay diosas con tan buenas tragaderas que son capaces de dártelas con un tipejo que sólo sirve para ir a la oficina y al retrete ¡Con su pan se lo coman!

¿Qué he de hacer con la tunanta de la habitación 425? Si me tropiezo con ella en medio de un pasillo del hotel, ¿temblará la firmeza de mi decisión? No me será fácil desapegarme de esa pelirroja para siempre jamás amén. No parece, no.



De la carpetilla de mi cuarto viudo de amor, saco una cuartilla con el membrete del “Hotel de La Fenice y Des Artistes”, San Marco, Campiello della Fenice 1936, y escribo: “Fuiste desleal a tu conciencia al no apostar, tan solo, por el amor que yo te entregaba…”

Ya se sabe que la mejor manera de olvidar a una mujer es hacer literatura con ella. Me suena a Henry Miller.

El resto de mi carta a la infiel eran prosaicas instrucciones sobre el acquataxi que la depositaría en el aeropuerto Marco Polo aquella misma tarde y sobre el número de su vuelo para Madrid. La pasta, como siempre, corría de mi cuenta.

viernes, 3 de febrero de 2012

Cruel confidencia de mujer



(foto del autor)

Durante la cena, a medida en que la noche se cerraba, la dolorosa confidencia de aquella mujer con roja mata de pelo rojo se iba transformando en cruel descripción, con pelos y señales, de su infidelidad para conmigo.

Y conste que, de ellas, mutables cual plumas al viento, mi razón no aguardaba sino unas migajas de calor. Apenas.

A pesar de mi convicción intelectual, jamás me había sido dado imaginar que la hiel de su confesión fuera tan amarga y tan honda la daga que me rasgó en dos. En aquella cena en el Harr'ys Bar de Firenze, o quizás en la postrera en la trattoria Da Ernesto en Venezia, la diosa de la roja mata de pelo rojo, en el fragor del champagne Taittinger, me invitó a contemplar en su teléfono de bolsillo una foto de su amante ultramarino.

Airado, rehusé su ponzoña y salí a la puta calle a llorar un cigarrillo.

En el camino de vuelta al hotel, ambos en marmóreo y civilizado silencio, se me hizo evidente la imposibilidad de pasar con ella aquella noche.

Necesitaba estar a solas con mi cabreo. Sentía repulsión hacia ella y su cruel y estúpida confesión. Paré un acqua-taxi y pedí a su conductor que acercara a aquella mujer, de pronto tan ajena a mí, a nuestro hotel, contiguo a La Fenice.


(foto del autor) 

Liberado de su insoportable presencia de mujer, me metí en el lounge bar del edificio Mondadori. Dos vodkas después, la cosa estaba clara.

De regreso al hotel, en recepción pedí otra habitación, lo más alejada posible de aquella que habíamos compartido cuatro noches, con sus madrugadas, sus desayunos y sus apasionadas siestas.

Me resulta imposible dormir sin pijama y con recuerdos.

( continuará... )





martes, 24 de enero de 2012

Mujeres, límites exactos de la vida


( foto Ruvan Wijesooriya)



Sheela me regalaba plantas que cuidaba y educaba primorosamente en su ático de la calle Ibiza. Sin ascensor, que no lo había en el vetusto edificio, subíamos a pata los siete pisos, escaleras arriba. Comíamos, nos besábamos y hacíamos la siesta. Desde su cama vislumbrábamos la capa del cielo de Madrid.

Yo le preguntaba si nos pasaba algo. Ella siempre decía:

− Nada.

Era pequeña, dulce y culta. Rubia, pecosa y con unos pechos sin vuelta de hoja. Mandaba reportajes a la BBC de Londres. Tenía un perro grande que vivía en el parque de El Retiro, como yo por entonces.

Nos gustaba comer en los restaurantes económicos que había en el barrio. Sólo nos intoxicamos una vez, y lo resolvimos con dieta de agua y limón.

Aquella siesta le hablé de otra mujer. Sheela me dijo:

− Tú no tienes por qué elegir.

La otra, que era Rita y de Argentina, tenía otra opinión:

− Aclárate. O ella, o yo.

Conté el asunto al tercer ángulo de nuestro cuadrángulo, que extremeña y se llamaba Marisa. Ella me miró en azul:

− No es tu problema. Es de ellas. Y mío.

Yo no sabía que el asunto también constituía un problema personal para Marisa, quien vino de un colegio de monjas de Cáceres a conocer Madrid “la nuit”. Tuvo sus días de gloria como modelo y actriz de anuncios y esas cosas. Luego pasó a la revista musical y a los cafés-cantantes, de ahí al rodó a servir copas en un topless, para terminar ganando buenos cuartos como “cocotte” de constructores y promotores inmobiliarios.

Marisa se compró un bello piso en un edificio rehabilitado en la calle Bárbara de Braganza y un mal día me despidió por teléfono diciendo que yo había sido su gran amor, pero que ya estaba bien de joder por el morro. Así, como suena. Y todo porque se había traído del pueblo, para servir en su casa, a una sobrina que estaba de toma pan y moja. Por lo visto, la criatura dijo a su tía que yo la miraba en demasía. ¡Qué error, qué inmenso error!

En otro momento contaré cuando y de qué ominosa manera me despidieron de su vera las otras chicas, 
Sheela, la inglesita, y Rita, la bella y ardiente argentina ¡Qué bochorno!

miércoles, 4 de enero de 2012

Mi huerta (capítulo octavo y final)


( foto de Masao Yamamoto)

Aquel verano murió y volvió el barullo de la vida, esa gran parodia de la realidad. Se acabó mi estado de letargia y mi vocación de ermitaño a tiempo parcial. Si alguien de la familia advirtió indicios o sospechas de actividades paranormales, tuvo la delicadeza de callar, probablemente porque fingir ignorancia es menos fatigoso que indagar verdades inanes.

Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida. Yo bien hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época, mis diferentes épocas, y yo no concordamos. Nunca.

Cuando junté unos dineros, compré un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi arbusto de gran árbol de Bo pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros de alto y de ancho y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.

FIN

jueves, 29 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo séptimo)



( fotos del autor )

La operación de desmontar la estructura de zinc de mi hortelano vergel hubiera requerido de un par de profesionales de esos que en el cine americano hacen desaparecer cadáveres por el desagüe de una bañera y limpian el escenario de un crimen de manera que ni el FBI, con todo su esplendor, encuentra una sola prueba de la gran matanza del día de San Valentín. El “window dressing” navideño de las cuentas y balances bancarios es juego de niños comparado con mi trabajillo septembrino.

Como quiera que mi conocimiento de los bajos fondos de Madrid era entonces limitado, pedí ayuda a dos amigos que por aquí andaban desnortados. Uno era pobre y el otro muy rico. El pobre me ayudó, a cambio de instalarse en casa los días que duró su adecentamiento y la eliminación de las pruebas del huertano delito. El muy rico me dijo compungido que se iba a pasar unos días, el muy mamón, a Saint Jean Les Pins en la Costa Azul.

Siempre me ha enternecido la natural disposición de los ricos a prestarse entre sí la ayuda que niegan a los que verdaderamente la necesitan. Y quede claro que a mí los ricos me gustan, mas siempre he procurado no formar parte de la colección de ninguno de ellos. De muchacho advertí que algunos millonetis padecen en grado sumo la curiosa vanidad de la filantropía. Sobre todo si se practica con dinero ajeno.

En la gran limpieza, que hubimos de extender al resto del piso, contabilicé ciento veintiocho vasos usados, noventa platos lisos de los grandes y noventa y ocho de los pequeños. No había ningún plato sopero. Cientos y cientos de cucharas y tenedores y muy pocos cuchillos.

En lo que concierne al gorrino estado del menaje de cocina, buena parte de la responsabilidad la tuvo el pato que pesqué aquel verano de grana y oro.

El ánade pertenecía a la portera‑agente secreto y habitaba en un patio interior, que era el mismo al que daban las tres habitaciones convertidas en huerto. Y me tenía harto de sus graznidos ininteligibles. Se trataba de hacer desaparecer limpiamente al pato, sin que la portera me denunciara en comisaría o, peor aún, a la CIA. Fuíme a una tienda de caza y pesca llamada Rehala y pedí sedal y anzuelo.

El dependiente me preguntó:

- ¿Cuánto sedal necesita Ud.? ¿De qué grosor? ¿De qué clase de pesca estamos hablando?

Contesté:

- Se trata de un pato azulón común y de un tercer piso. El edificio es antiguo y cada planta mide unos cuatro metros. Es decir, cuatro por cuatro son dieciséis, más otros cuatro metros de reserva, veinte metros en total.

El dependiente cayó preso de un ataque de risa y no me cobró sedal ni anzuelo. A pesar de sufrir un pinzamiento lumbar de etiología carcajeril.

Me compré la linterna más potente que encontré en aquella España de tan poca potencia lumínica y empecé a observar las costumbres dietéticas y etología del pato a fin de buscar el cebo adecuado. El bicho no se inmutaba cuando le tiraba lombrices de las que habían aparecido en el huertecico, cuya tierra yo cavaba y escardaba con tiento y con un almocafre granaíno. La pasta de dientes tampoco le gustaba ni, sorprendentemente, el jamón de york de California 21. Di finalmente con la clave: el tomate, siempre que fuera raff.


Tras una noche sin sustancia, dejé que el curso de las cosas se precipitara. La madrugada del 10 de agosto pesqué al patito y lo subí a pulso hasta la tercera planta. De guillotinar al palmípedo se encargó mi amigo el pobre, que era revolucionario, jacobino y, por tanto, gran conocedor de las técnicas de Madame Guillotine. Conste que el anzuelo se hincó en el tejido córneo del pico, que no duele, según me explicó luego el profesor Franz de Copenhague.

El fracaso final de la operación pato a la naranja fue rotundo. La receta que habíamos recortado de la revista Semana no funcionó. Tiempo después aprendí que las piezas de caza, de pelo o pluma, suelen dejarse unos días para que sean invadidas por su propia flora intestinal, sin que el grado de fermentación llegue a modificar su gusto. Creo que los franceses lo llaman laisser faisander.

La portera acechadora no comprendió jamás el destino de su animalico. Dícese que visitó a un psiquiatra, pues no hallaba razón de la desaparición, por arte de birlibirloque, de un ave encerrada en un patio de luces en un edificio de seis alturas. Era un pato virgen, que no había volado en su vida. Y dada la pequeña dimensión del patio, aunque hubiera sabido volar, que no sabía, la corta pista de despegue no le hubiera permitido alcanzar la altura necesaria para no despanzurrarse.

Es una historia cruel y la cuento con el corazón comprimido. Pero la vida de un pato prisionero por capricho de una portera agente doble es dura. Como dura era la vida de cualquier animal en la España cañí. Las cabras volaban desde los campanarios de las iglesias de pueblo. Los mozos rurales apaleaban a los pobrecicos perros mientras éstos se apareaban y prefiero no mentar a los miles de toros que son sacrificados cruelmente, cada año, en el ara de nuestra fiesta nacional.

De muy chico vi con estos ojitos que se ha de comer la tierra cómo, en una finca de Ávila y en invierno, los perros de una gran casa de labor dormían atados a carros y tartanas, en noches rasas, a diez grados bajo cero. Al cabo y a la postre, el pato sufrió poco, murió rápido y se ha convertido en una leyenda en esta parte del barrio. Algún precio hay que pagar por pasar a la historia. Y no se hable más de ello.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo sexto)


( foto del autor )

Me llevé al huerto, a mi huerta, a unas pocas extranjeras de las que hacían cursos de verano en la facultad de Filosofía y Letras. Yo recitaba a Lorca y ellas miraban mis verduras, hasta que se tocaban nuestras miradas. Advertía en ellas la ternura que a veces sentimos ante una persona determinada a llegar hasta el final en busca de objetivo imposible de alcanzar. Las que habían nacido en el campo me reconocían como a un igual, aunque Andalucía quedara lejos de Georgia y mi huerta fuera una maqueta o remedo de.

Pero Lorca es mucho Lorca, Los Panchos funcionan casi siempre y yo las amaba casi tanto como a mis matas. Nos sumergíamos en la música como en el mar. ¡Qué sentimentales y tiernas pueden llegar a ser las yankees, o las confederadas, cuando les tocas la tecla... romántica! No entendía la mitad de lo que me decían, pero seguro que era muy bonito. Conste que me atuve a mi regla de conducta: es inmoral acariciar a una chica que no te gusta. El escrúpulo desaparece si a ella tampoco le gustas tú.

Para mejorar mi swing con las “gachises” foráneas, que me liberaron de tantas y tan viejas represiones y tabúes, tomé unas clases de guitarra española con un maestro que era conserje en el Ministerio de Obras Públicas y vivía en un chalet muy gracioso en la colonia de la “Prospe”. Yo tenía más afición que oído y la naturaleza no quiso obrar el milagro de convertirme en el único semoviente de mi viejo linaje, que se remonta a Adán y Eva, que articulase tres o cuatro notas musicales seguidas y acordes. ¡No se puede tener todo en la vida! Antes bien, es más probable no tener “naíta de naíta”, como predicaba una maritornes al contemplar el estado de vacío de la despensa de sus señores. “Está la despensa que se descalabran los ratones” se decía en Madrid.

Al atardecer, cuando decaía mi solitario ánimo, recurría a un método homeopático. Así como el veneno se cura con veneno, si me sentía triste leía a Schopenhauer, cuyo pesimismo telúrico y ontológico me suministraba inmediatamente la ración de optimismo que necesitaba. No acudí, por contra, a la medicina alopática y eso que por aquel entonces la simpatina y la centramina se vendían a go-gó, y sin receta, en cualquier botica de barrio.

Testigo soy de que Madrid en verano no es Baden-Baden. Con familia o sin ella, es más bien un terrible poblachón manchego con vistas a la nada. Ni siquiera a un mar presentido. Siempre con Góngora:

«Dejadme llorar
orillas del mar.»

Los huertos dejan huella. En las manos del cuerpo y en las del alma. Su siembra, abono, desinsectación y desinfectación, su riego, y también la labor de guiar de las plantas trepadoras por sus correspondientes cañizas, huellas son. El momento mágico de juzgar si un tomate sabe mejor esta madrugada o a siguiente, marca trazas. Consumir en seis o siete días, en plan crudité, kilos y kilos de plantas hortenses imprime carácter. Huellas dejan los huertos. Y más si son inmediatos, como el mío.

Así cantaba yo, por tientos, a mis “salvaoras” nínfulas:

«Inmediato.
En este huerto inmediato
donde beben mis palomas,
yo me siento
y me distraigo un rato
con ver el agua que toman.»





A juro que la guiri de guardia se quedaba in albis y me miraba como las vacas al tren. Y yo me marcaba una petenera, cante que para unos nació en las antiguas juderías españolas y para otros en un pueblecito gaditano níveo de cal moruna:

«Ven acá, “remediaora”,
y remedia mis dolores;
que está sufriendo mi cuerpo
una enfermedad de amores.»

Y se hacía una luz de luna que aclaraba todo.


viernes, 16 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo quinto)



Leí en un manual sobre cuidado de huertos y jardines que el método para regar dependía del tamaño del huerto, del coste de cada sistema y del estilo de vida del hortelano. El manual provenía de la Oregon State University y me dio mucho que pensar. La tajante afirmación de que la decisión sobre las tres básicas maneras de regar, a saber, a mano (con manguera o regadera), por goteo o mediante aspersores portátiles dependía en buena parte de mi estilo de vida, me llevó a consultar a los filósofos presocráticos en busca de orientación.

Ni Parménides ni Heráclito me aclararon el enigma de la relación entre mi forma de vivir y el sistema de riego adecuado. Yo pensaba que el regadío de un huerto urbano sito en un tercer piso era cuestión que venía dada por la naturaleza de las cosas y no por la moral o costumbres de las personas. De todas formas, Parménides es gilipollas. Confiar todo al razonamiento, aseverando que lo que no es pensable según la razón, no puede ser, es desconocer todo. Empezando por uno mismo. Me sentía y me siento más próximo a Heráclito con su teoría de la contradicción.

Descarté el goteo y los aspersores por instinto de conservación. De mi persona, no del huerto.

Mi idea‑fuerza era simple. Se trataba de meter un trozo de la vega de Granada en una residencia en el barrio de Salamanca de Madrid, y cultivar así una serie de hortalizas cuyos frutos me comería antes de que el otoño me devolviera a la tozuda realidad familiar.

Subí, siempre con nocturnidad y alevosía, los plantones crecidos en semilleros y las semillas de aquellas hortalizas que se pueden sembrar directamente en la tierra. Los plantones eran de berenjenas, melones, pimientos y tomates. Las semillas que no habían pasado por intermediario semilleril alguno eran de judías verdes, habas y zanahorias.

Embutir un pedazo de campo en aquel apartamento suponía interiorizar en mi mundo el universo exterior. Entiéndase bien, en un sentido físico, no metafísico. No conseguí totalmente poner de acuerdo la vida exterior con la interior y lo que logré fue con sufrimiento y sobre todo con soledad. Días enteros hubo en que no cambié palabra con nadie salvo conmigo, que tampoco era nadie. Pero sí afirmé mi libertad, mi independencia y mi total disponibilidad hacia mi yo, que sólo se casaba con mi propia opinión. Defendía mi alma secreta con constancia de jornalero. En aquellos meses mayores y de fuego yo me metí en sus brasas. Tieso que tieso.


 A finales de junio quise que mi bonsái sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando las para entonces cuatro cuartas del árbol de Bo volvieron al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada.

Me alimenté frugalmente a base del jamón de york que subía de California 21, de los yogures y frutas que compraba en el mercado de la Paz y de un puré de patatas de sobre cuya excelente calidad agradeceré siempre a Maggi. Román, el maître de California 21, me preguntó en alguna ocasión si estudiar tanto no resultaría malo para la cabeza. Yo le dije que era muy pernicioso y que prueba de ello eran los tics y muecas que ejecutaba el notario que se sentaba al final de la barra a las veintiuna horas en punto, al término de cada jornada laboral. Román decía que me veía ojeroso e iluminado como un orate. Y que no comía con fundamento.

Cuando pienso en mi proceder de aquel ciclo solar, diagnostico que me autosecuestré. Los secuestros son muy largos de vivir y muy cortos de contar. No recuerdo que mi soledad interior me hiciera perder el sentido del humor, y sí que tenía acentuado el sentido del amor que propician los huertos, aunque sean esteparios.

Ahora sé que las emociones son muy importantes para el mecanismo de la formación de los recuerdos. Mi vecino el neurobiólogo me enseña que los humanos compartimos memoria con las moscas. ¡Qué alivio!, mi memoria no está sola. Se parece a una mosca cojonera.



( fotos Masao Yamamoto )

viernes, 9 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo cuarto)



Avelino el fumista ejecutó mi proyecto al milímetro. Necesitó de todo el invierno y parte de la primavera, pero el día 22 de junio, histórica fecha en que partió mi familia hacia el Sur, en los sótanos donde vivía la gran caldera de carbón que suministraba calefacción al edificio, apilados estaban todos los pedazos de zinc requeridos para montar mi sueño de horticultor de la propiedad horizontal.

Si la caldera calentaba en el invierno, la canícula mesetaria fundía plomo derretido sobre los cuatro enanos excéntricos que quedábamos en esta absurda capital de España, elegida como tal por Felipe II contra toda lógica política y conveniencia estratégica de un imperio que entonces estaba conquistando América. ¿Por qué no Lisboa? Puto racionalismo geométrico‑centralista.

El plomo incandescente del centro del día se volvía aceite hirviendo por las noches y yo me freía hasta el punto de dormir en el balcón, en un colchón Flex tamaño cadete. Los muebles de las tres habitaciones experimentales habían vuelto impracticables los largos pasillos del piso. Ni para dormir servían.

De todos los problemas que afronté aquel verano de lobo estepario, el que más me sulfuraba era la portera del inmueble, de quien tenía serios indicios para sospechar que trabajaba como agente secreto para la Drug Enforcement Administration de USA. La señá Pilar había convenido con mi madre en que cuidaría de asear mi dormitorio, a cuyo efecto fue provista de un llavín de la casa.

Soborné a la cancerbera del edificio con mi escasa paga semanal, a fin de que diera por cumplido su cometido, puesto que mi dormitorio, una vez plantado de ricas hortalizas, no requeriría de más cuido que riegos y mimos. Pero la señá Pilar, a quien mi madre había adelantado su remuneración de todo el estío, si bien aceptó mi soborno no cumplió su parte del trato. Ocasión tuve de comprobarlo poniendo trampas simples, como cinta de papel celo en la junta de la puerta o plastilina en la cerradura. La muy cabrona.

Entrenada por la DEA, olfateaba como un rottweiler las matas de maría. Madrileña castiza de Lavapiés, husmeaba como un can mil‑leches cualquier estela o aroma de presencia femenina, que ellas siempre dejan residuos. Los informes fruto de su espionaje sobre cultivos sospechosos eran depositados en la embajada americana. Las conclusiones que sacara sobre visitas “de género”, malicio que eran para el placer de su cotilleo con las vecindonas. Con la pipera de la esquina, con la quiosquera, con Casilda la cacharrera y, por qué no, con el cura párroco del lugar.




Avelino me enseñó que el zinc puro se puede enrollar y tensar. Comprobé que su color es blanco azuloso, lustroso y brillante. Su vaga dureza, apenas 2,5 en la escala de Mohs, determina que sea tan dúctil y maleable como un empleado de banca polivalente. No puedo dar fe de si Avelino utilizó algún otro metal para hacer un galvanizado. Sí recuerdo que lo hizo para soldar las juntas.

Certifico que el día de junio que sigue a San Pedro, bien entrada la madrugada, Avelino y yo, silenciosos como hormigas meando sobre algodón, subimos a mano por la escalera de servicio y con muchas fatigas, las tres grandes planchas que recubrirían el suelo y las otras doce destinadas a forrar las paredes de mi huerto hasta sesenta centímetros de altura. Con lamparilla de soldar, lija, hilo de estaño, estropajo de acero, una lima y unos guantes, aquel artesano que calzaba muchos puntos dejó listas las estancias que habrían de fructificar.

Dormí lo menos que pude y me fui con el Renault cuatro latas a recoger los semilleros, plantones y semillas que había dejado encargados en los viveros de la Ciudad Universitaria que gerenciaba un tal Sr. Matallana. Éste me había aconsejado que utilizase una tierra con un tres por ciento de humus y bien equilibrada en su composición mineral.


jueves, 1 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo tercero)



(ilustración Chen Shuzhong)

Hice de agrimensor y levanté un plano con las medidas exactas de los tres rodales que tendría mi huerto, uno por habitación. Era preciso tener muy en cuenta el espesor y la altura de los zócalos. Esta etapa requería de cálculos tan precisos como los de Einstein a la búsqueda de su teoría unificada de los campos, que los físicos de hoy persiguen bajo el nombre de teoría de las supercuerdas. O algo así, que yo soy de letras, aunque las ciencias me llaman mucho la atención.

Conté con primor los veintiún días que siguieron a la luna nueva de enero. Llegado que fue el día prescrito, sumergí con unción la vieja semilla del árbol de la ciencia en un termo con agua caliente, que renovaba cada doce horas. Para las fiestas de la cruz de mayo la pepita había brotado: una raicilla por un extremo y un alevín de tallo por el otro.

Como en la vivienda de la familia el espacio a mí asignado era mínimo y promiscuo, decidí pedir ayuda a una japonesa que había venido a Madrid a estudiar unos cursos de flamenco. Se llamaba Mishouko, tenía un ático cerca de la calle Ibiza y era versada en zen.






Me agencié en el Rastro una bañera antigua que había pertenecido al marqués de Esquilache. Pedí quedarme a solas la tardenoche en que procedí al trasplante de la semilla del árbol sagrado desde el termo útero hasta la rica tierra que había preparado en la gran tina. Seguí las instrucciones de mi tío el teósofo y todo salió según la naturaleza de las cosas santificadas.

Retomé el oficio de geómetra medidor. La exactitud y el rigor eran inexcusables, pues las planchas de zinc que cubrirían el suelo a cultivar y protegerían el parquet de madera de mi vocación agrícola debían encajar al milímetro con las otras piezas del propio metal que, verticalmente, iban a recubrir zócalos, rodapiés y pared hasta sesenta centímetros de altura.

Todo ello con la finalidad de disponer de un hondo de medio metro de buena tierra y humus orgánico que, convenientemente regados por mis manos de hombre de vega, me permitieran sembrar tomates, berenjenas, calabacines, judías verdes y otras verduras. Una esquinadura quedaría reservada para unas poquitas matas de cannabis sativa.

( la foto de la bañera que compré en EL RASTRO la he tomado de un blog que se llama CHIC CHIC )

martes, 22 de noviembre de 2011

Mi huerta (capítulo segundo)


(Cezanne)

El torreón de mi tío y padrino era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah! primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol de Bo, donde Gautama “El Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Ese sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

Pasó tiempo y tiempo. Muchos años. A principios de mil novecientos y tantos entendí llegado el momento de seguir la exhortación de mi tía abuela, ex–maharaní de Srinagar. Y de hacer fructificar el tesoro que me había legado su sabio marido.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Mi huerta


( foto Masao Yamamoto)



En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.


Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las alboradas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un diminuto huerto. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum, en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.

( continuará...)

martes, 8 de noviembre de 2011

jueves, 3 de noviembre de 2011

Pasaje oculto




(foto del autor)


La mujer-niña de Oriente se vino a Occidente gracias a un pasaje oculto. Huía de un hombre malo, bebedor y violento.

Su familia de La Habana la protegió, que para eso están, o debieran estar, las familias como Dios manda.

La niña-mujer es alegre, reidora y fuerte. Tiene la piel y los ojos claros. Gusta de bailar y cantar, pues dice que sus padres son música y canto, allá en las noches del Oriente cubano.

Echa de menos, ahora en la vieja y torpe Europa, a su familia de ultramar, pero no se queja. Siempre contenta, se sube al autobús y sueña. Con su isla, su Oriente y su gente.

Ríe con fuerza, la fuerza de una mujer sana que trabaja y estudia cosas, sus cosas. Lengua inglesa y fotografía.

Ahora es explotada por el sistema capitalista y de mercado. Allá lo fue por el otro sistema, el comunista y planificador ¡Puta vida!




martes, 1 de noviembre de 2011

No te entiendo



-¡Ah!-dijo ella-; tú no me entiendes y no
me entiendes.
-Pues entonces realmente no te entiendo.

(Franz Kafka)

miércoles, 26 de octubre de 2011

Tiempo de crisantemos (capítulo séptimo)



Cuando Mono se dignó posar sobre mí sus ojos de víbora con lentes, habló así:
-Dicen que tiene usted un encargo pendiente de ejecutar.

El ruso se había ido con el cuento a Mono. Estaba más claro que la sopa que nos daban de cenar en el correccional. Respondí en plan profesional:
-No veo razones para confiarle a usted cuestiones de mi trabajo.

Mono tragó bilis y trató de darme una lección de capitalismo aplicado:
-Escuche joven. Es usted un sujeto irascible y sin fundamento. Tiene usted menos fondos propios que un banco repleto de activos tóxicos. Me permito sugerirle que se matricule en un curso intensivo de control de ira. Estoy siendo paciente porque me conviene, pero todo tiene su límite, que en este caso está ya muy cercano. Présteme atención cinco minutos más. Y deje de gruñir como un rotweiler cabreado.

Mono tenía todo a su favor. Hasta es posible que llevara razón. Además de llevar tres ases de mano. Callé y atendí.

-Estos señores y yo mismo preferimos que acepte usted de buen grado que a nuestro trust interesa que se abstenga usted de ejecutar su mandato. La mujer de ese irlandés celoso y alcohólico es la consentida del alcalde de esta ciudad. Y el kártel desea que la mujer del pelo rojo no muera, al menos de momento. Así deben funcionar las cosas.



No me tocaba hablar. Mono tenía la banca y la pasta. Seguí mudo.

-No pase usted cuidado por sus honorarios. La corporación dobla la cifra que le ha ofrecido el marido burlado. Con la ventaja añadida de que nosotros pagamos por algo más sosegado. Si se queda tranquilo y no mata a nadie y se esfuma de la ciudad para siempre, el contable dará a usted quinientos de los grandes y aquí no se muere ni dios.



Yo me empezaba a sentir bien. Tranquilo y con buenas sensaciones. Dejé que Mono siguiera:

-Nuestro trust neutraliza al panoli de Sheridan con una simple llamada al fiscal del distrito. Dejando aparte la circunstancia, que no hace al caso, de que Rotko es de los nuestros, le susurramos un par de cosas y el irlandés queda aparcado a la sombra durante seis años de nada. Por artificios contables y una patosa ingenieria financiera. ¡No son formas de sanear un balance! Si tiene usted hijos, le aconsejo que no estudien en la misma escuela de negocios que ese católico irlandés.

Me cosquilleaba la duda de si Mono aludiría o no al eslabón entre la querida del alcalde y la benemérita corporación que me hacía una propuesta que no iba a poder resistir. En la duda, me callé como una puta.

-La pelizorra continúa pasándonos información privilegiada sobre las contratas de los servicios municipales de limpieza y sobre los concursos para la adjudicación de obras para los servicios sociales más importantes. Esa mujer es un topo con una notable capacidad para estimular nuestros ingresos. Nosotros repartimos equitativamente el queso, alcalde y fiscal incluídos, usted se prejubila al sol y el carahuevo de Sheridan a la trena. ¡Así funcionan las cosas!

Mono me pidió que cerrara la puerta por fuera. Entendí su insinuación. En la calle, la noche se movía.

( ilustraciones de George Grosz )
                                                                   

jueves, 20 de octubre de 2011

Tiempo de crisantemos (capítulo sexto)


Prefiero ser yo quien sacude primero. Si me atizan por sorpresa, me pongo el turbo y arreo dos veces. Es lo único que recuerdo de aquel colegio católico que sufrí durante todo un puto semestre, antes de que los curas me devolvieran a las garras de mi madrasta. El padre O'connor, encaramado en el púlpito, explicó en un sermón de domingo que también comete injusticia el que no hace nada, no sólo el que hace algo ¡Qué sabrán ellos!

Dejando los curas aparte, ahora se imponía anclar una la maraña de conjeturas que perjudicaban mis sesos. Una sola. ¿Ôsip estaba currando para mí y mi encargo o era un soplón del Mono? ¿Manía persecutoria? ¿Delirio de referencias? Me titiritaba el bolsillo, pero si había algo impepinable es que yo necesitaba un buen sirloin-steak sangrante y un buen polvo sin secuelas. En el restaurante Salerno's me fian y Kathy siempre está abierta a cualquier sugerencia.

Una vez cubiertas mis más primarias necesidades, me encaminé a al barbero Capullici. Yo había decidido correr más riesgos y visitar esa misma noche al puto Mono en su puta guarida.


Camino del antro del Mono, me detuve un par de veces. Una, para que me limpiaran los zapatos.  La segunda para observar al personal que deambulaba por la calle. Los únicos que miran con atención las cosas que ocurren en la rue son los polis y los delincuentes. Los demás pasean o van a trabajar.

En el despacho de Mono no había un puto cuadro en las paredes. Decía que el arte era cosa de maricones. Mono era un viejo duro y astuto. De esos que gastan careto de póker, aunque las cosas les vayan de cine. El muy baboso andaba siempre rodeado de mujeres guapas y de hombres feos. Decía que así nadie cometía errores. En medio de la mierda, conseguía que nunca le salpicara.


Los gorilas de Mono me cachearon con minuciosa parsimonia. Demasiada, para mi gusto. La oficina de Mono estaba llena de esos sujetos que mandan sobre los que mandan en la ciudad. Aquello parecía Wall Street un lunes por la mañana. Personas que fardaban de haberse hecho a sí mismas, pero que, enverdad, habían trepado a base de crueldad y de aprovecharse del sursuncorda. Gente de mala ralea, de los que matan por gusto y no por necesidad.

Mono escuchaba por radio un combate de boxeo de ese púgil al que los plumillas llamaban "la gran esperanza blanca". Me mantuve de pié y sin probar ni gota de alcohol. Es cierto ni dios me ofreció silla o trago. Así se comporta la gente principal. Te hacen sentir como perro alforjero.

El odio se mascaba en aquel cubil. Esa clase de odio que cabrea. Y que me pone en guardia.

( ilustraciones George Grosz)