miércoles, 16 de noviembre de 2011

Mi huerta


( foto Masao Yamamoto)



En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.


Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las alboradas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un diminuto huerto. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum, en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.

( continuará...)

7 comentarios:

  1. Manuel, no puedes dejarnos dos días así, con el continuará... Cuando algo emociona nunca cometas el error de no acabarlo porque cuando se sigue a un escritor y te hace esto decides que ya es hora de dejar de leerlo.
    ¿suena lo suficientemente amenazante?

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  2. Un Carmen, Granada, Maharanís y una llave de plata. Lo tenías todo para soñar y vivir. Sólo habia que sentarse debajo de una higuera y ver pasar los días, pocos o muchos el nirvana aparecería un atardecer cualquiera.

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  3. Así que tu vocación viene de lejos: al fin y al cabo, un jardinero no difiere mucho de un escritor. Besos.

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  4. Deseando leer me quedo.
    Desde hace unos años Granada me adoptó y me escapo, cada vez que puedo, a ese lugar tan mágico de la Alpujarra.

    No tardes en seguir la historia, por favor.

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  5. Mi querido escritor de palabras y versos. Esperando estamos a ver tu siembra de historias nuevas, en esta Huerta que huele a madreselvas y jazmines a tomillo y romero. Contemplando la luna lunera noches de luz azabache y días de sol de ensueños.

    Besos de MA desde nuestra Granada soñada.

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  6. Anda que no haces tú cosas raras ¿no podías haber puesto el huerto en la terraza?, aún me dicen a mí en mi casa que soy rara...

    Besos

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  7. He estado unos día ausente y veo que tienes unas publicaciones que enlazan así que he empezado por la primera, me ha gustado mucho, muy tierna y un poco distinta.
    Voy por las demás.

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Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!