( capítulo primero )
A las siete y media en punto me avisan de conserjería. En el lobby del hotel aguarda mi asistente militar. En el trayecto hacia La Casona pregunto al comandante si me recomienda evitar algún tema de conversación.
- No. Ya usted sabe que Hugo Chávez se faja con el más guapo. Quizás sea conveniente, doctor, que no toque usted la vaina de mis Venezuela.Tomo nota y me animo a formular la misma cuestión en positivo.
- ¿Asuntos que son del agrado del ciudadano emperador?
El oficial me indica que Chávez, al día de hoy, se interesa vivamente por la farmacopornografía como motor del mercado en la economía capitalista de este siglo. Búster Keaton y yo primos hermanos. Me quedo con gana de preguntarle a mi amabilísimo acompañante si sabe dónde se encuentra mi gato.
Recorro las preciosas galerías coloniales de la residencia oficial del número uno de la república venezolana. No aprecio cambio alguno respecto de la que frecuenté en tiempos de Carlos Andrés Pérez, Herrera Campíns y Rafael Caldera. Reveo con placer los óleos del maestro Armando Reverón. Envuelto en la niebla del pasado, no espabilo hasta que me estremece el abrazo de oso que me propina el compañero Chávez. Acabo de perder la única preocupación que sentía. Modo y manera de saludar a un emperador presidente de república bolivariana.
- ¡Cónchales! ¡Qué bien luces después de tanto tiempo! ¿Dónde fue que tú te metiste mi compay?
( capítulo segundo )
Si le digo a Hugo Chávez Frías que no tengo ni puñetera idea de dónde vengo ni a dónde voy igual le chafo la cena. Como es seguro que mi comandante le ha pasado una notita con mi descubrimiento, eso si, por error, de un método para recobrar la memoria, insisto en esa versión y le comento, en contra de la evidencia, que le veo más delgado que antes.
Chávez se interesa por mis experimentos en Ontario pues se reconoce, modestamente, como hombre que, además de hablar bien y saber escribir a máquina, protege a las ciencias en general, y a la neurocirugía en particular. Se ilusiona con la idea de llevarme un día de estos a la clínica La Floresta para que vea los ensayos clínicos que unos médicos cubanos, de los muchos que quedaron por estos pagos, huérfanos de Fidel, están haciendo con guerrilleros colombianos de las FARC; la idea es mejorar su carácter para que no se tomen las cosas tan a pecho. A base de implantar microchips en sus cerebros.
Digo a Hugo que tengo un amigo psiquiatra dedicado a la patología dual y que está contento con los resultados clínicos que obtiene con los deportistas de élite a base del zolpidén. Omití decirle que el zolpidén, según la dosis y la sustancia que acompañe su ingesta, produce al día siguiente una amnesia de padre y muy señor mío.
Nos acomodan para cenar en un precioso porche lleno de orquídeas de mil clases. La mesa está bien vestida con cubertería de plata vermeille. De guante blanco y calzón corto, nos sirven una cremita helada de espuma de auyama. Chávez, bendice la mesa así: “vamos a pedirle a Dios por la Patria Nueva”. Inefable.
Repuesto de la sorpresa, me hago cruces. Reconozco y degusto un sabroso lebranche cachicameado, seguido de unas virutas de muchacho al limón verde sobre un lecho de papitas nuevas, chayotas, cebollitas colorás y su poquito de yuca andina. De postre, la mejor torta de jojoto que nunca comí, que en el paladar me da que lleva su miajita de batata morá. Como vino, después de probar un delicioso sauterne, dimos cuenta de un chablis pouilly fussé en su punto, que antecedió a un viejo Vega-Sicilia que ya lo quisiera yo para los días de fiesta mayor.
Encontré a Chávez gracioso como siempre y más calmo que nunca. Apenas si cargó contra Estados Unidos mientras elogiaba continuamente a Don Felipe VI y a la astucia que ha demostrado poniéndose al frente de la tercera república española. Incluso me llegó a confesar que de ahí le vino la idea de que el parlamento venezolano le proclamara emperador.
- ¡Coño Hugo! ¿por qué no te quedaste en rey?
En una pura risotada, Chávez me dice:
- Te hago el cuento corto. Efectivamente mi primera idea era limitarme a ser rey. Sin embargo, me acordé de lo que me pasó con el papá de Don Felipe en la cumbre de Chile, cuando me mandó callar. Con el corazón en la mano, te digo que a mí no me importó tanto el bufido de Juan Carlos, como que no lo acompañara de un guiño entre amigos, para que los otros colegas se dieran cuenta de que él y yo éramos panas. Antes de entrar a la sala de reuniones había bromeado con Juan Carlos poniéndome a la orden de mi majestad. ¡A ver si ahora un rey se atreve a mandar callar a un emperador!
(continuará...)
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