jueves, 29 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo séptimo)



( fotos del autor )

La operación de desmontar la estructura de zinc de mi hortelano vergel hubiera requerido de un par de profesionales de esos que en el cine americano hacen desaparecer cadáveres por el desagüe de una bañera y limpian el escenario de un crimen de manera que ni el FBI, con todo su esplendor, encuentra una sola prueba de la gran matanza del día de San Valentín. El “window dressing” navideño de las cuentas y balances bancarios es juego de niños comparado con mi trabajillo septembrino.

Como quiera que mi conocimiento de los bajos fondos de Madrid era entonces limitado, pedí ayuda a dos amigos que por aquí andaban desnortados. Uno era pobre y el otro muy rico. El pobre me ayudó, a cambio de instalarse en casa los días que duró su adecentamiento y la eliminación de las pruebas del huertano delito. El muy rico me dijo compungido que se iba a pasar unos días, el muy mamón, a Saint Jean Les Pins en la Costa Azul.

Siempre me ha enternecido la natural disposición de los ricos a prestarse entre sí la ayuda que niegan a los que verdaderamente la necesitan. Y quede claro que a mí los ricos me gustan, mas siempre he procurado no formar parte de la colección de ninguno de ellos. De muchacho advertí que algunos millonetis padecen en grado sumo la curiosa vanidad de la filantropía. Sobre todo si se practica con dinero ajeno.

En la gran limpieza, que hubimos de extender al resto del piso, contabilicé ciento veintiocho vasos usados, noventa platos lisos de los grandes y noventa y ocho de los pequeños. No había ningún plato sopero. Cientos y cientos de cucharas y tenedores y muy pocos cuchillos.

En lo que concierne al gorrino estado del menaje de cocina, buena parte de la responsabilidad la tuvo el pato que pesqué aquel verano de grana y oro.

El ánade pertenecía a la portera‑agente secreto y habitaba en un patio interior, que era el mismo al que daban las tres habitaciones convertidas en huerto. Y me tenía harto de sus graznidos ininteligibles. Se trataba de hacer desaparecer limpiamente al pato, sin que la portera me denunciara en comisaría o, peor aún, a la CIA. Fuíme a una tienda de caza y pesca llamada Rehala y pedí sedal y anzuelo.

El dependiente me preguntó:

- ¿Cuánto sedal necesita Ud.? ¿De qué grosor? ¿De qué clase de pesca estamos hablando?

Contesté:

- Se trata de un pato azulón común y de un tercer piso. El edificio es antiguo y cada planta mide unos cuatro metros. Es decir, cuatro por cuatro son dieciséis, más otros cuatro metros de reserva, veinte metros en total.

El dependiente cayó preso de un ataque de risa y no me cobró sedal ni anzuelo. A pesar de sufrir un pinzamiento lumbar de etiología carcajeril.

Me compré la linterna más potente que encontré en aquella España de tan poca potencia lumínica y empecé a observar las costumbres dietéticas y etología del pato a fin de buscar el cebo adecuado. El bicho no se inmutaba cuando le tiraba lombrices de las que habían aparecido en el huertecico, cuya tierra yo cavaba y escardaba con tiento y con un almocafre granaíno. La pasta de dientes tampoco le gustaba ni, sorprendentemente, el jamón de york de California 21. Di finalmente con la clave: el tomate, siempre que fuera raff.


Tras una noche sin sustancia, dejé que el curso de las cosas se precipitara. La madrugada del 10 de agosto pesqué al patito y lo subí a pulso hasta la tercera planta. De guillotinar al palmípedo se encargó mi amigo el pobre, que era revolucionario, jacobino y, por tanto, gran conocedor de las técnicas de Madame Guillotine. Conste que el anzuelo se hincó en el tejido córneo del pico, que no duele, según me explicó luego el profesor Franz de Copenhague.

El fracaso final de la operación pato a la naranja fue rotundo. La receta que habíamos recortado de la revista Semana no funcionó. Tiempo después aprendí que las piezas de caza, de pelo o pluma, suelen dejarse unos días para que sean invadidas por su propia flora intestinal, sin que el grado de fermentación llegue a modificar su gusto. Creo que los franceses lo llaman laisser faisander.

La portera acechadora no comprendió jamás el destino de su animalico. Dícese que visitó a un psiquiatra, pues no hallaba razón de la desaparición, por arte de birlibirloque, de un ave encerrada en un patio de luces en un edificio de seis alturas. Era un pato virgen, que no había volado en su vida. Y dada la pequeña dimensión del patio, aunque hubiera sabido volar, que no sabía, la corta pista de despegue no le hubiera permitido alcanzar la altura necesaria para no despanzurrarse.

Es una historia cruel y la cuento con el corazón comprimido. Pero la vida de un pato prisionero por capricho de una portera agente doble es dura. Como dura era la vida de cualquier animal en la España cañí. Las cabras volaban desde los campanarios de las iglesias de pueblo. Los mozos rurales apaleaban a los pobrecicos perros mientras éstos se apareaban y prefiero no mentar a los miles de toros que son sacrificados cruelmente, cada año, en el ara de nuestra fiesta nacional.

De muy chico vi con estos ojitos que se ha de comer la tierra cómo, en una finca de Ávila y en invierno, los perros de una gran casa de labor dormían atados a carros y tartanas, en noches rasas, a diez grados bajo cero. Al cabo y a la postre, el pato sufrió poco, murió rápido y se ha convertido en una leyenda en esta parte del barrio. Algún precio hay que pagar por pasar a la historia. Y no se hable más de ello.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo sexto)


( foto del autor )

Me llevé al huerto, a mi huerta, a unas pocas extranjeras de las que hacían cursos de verano en la facultad de Filosofía y Letras. Yo recitaba a Lorca y ellas miraban mis verduras, hasta que se tocaban nuestras miradas. Advertía en ellas la ternura que a veces sentimos ante una persona determinada a llegar hasta el final en busca de objetivo imposible de alcanzar. Las que habían nacido en el campo me reconocían como a un igual, aunque Andalucía quedara lejos de Georgia y mi huerta fuera una maqueta o remedo de.

Pero Lorca es mucho Lorca, Los Panchos funcionan casi siempre y yo las amaba casi tanto como a mis matas. Nos sumergíamos en la música como en el mar. ¡Qué sentimentales y tiernas pueden llegar a ser las yankees, o las confederadas, cuando les tocas la tecla... romántica! No entendía la mitad de lo que me decían, pero seguro que era muy bonito. Conste que me atuve a mi regla de conducta: es inmoral acariciar a una chica que no te gusta. El escrúpulo desaparece si a ella tampoco le gustas tú.

Para mejorar mi swing con las “gachises” foráneas, que me liberaron de tantas y tan viejas represiones y tabúes, tomé unas clases de guitarra española con un maestro que era conserje en el Ministerio de Obras Públicas y vivía en un chalet muy gracioso en la colonia de la “Prospe”. Yo tenía más afición que oído y la naturaleza no quiso obrar el milagro de convertirme en el único semoviente de mi viejo linaje, que se remonta a Adán y Eva, que articulase tres o cuatro notas musicales seguidas y acordes. ¡No se puede tener todo en la vida! Antes bien, es más probable no tener “naíta de naíta”, como predicaba una maritornes al contemplar el estado de vacío de la despensa de sus señores. “Está la despensa que se descalabran los ratones” se decía en Madrid.

Al atardecer, cuando decaía mi solitario ánimo, recurría a un método homeopático. Así como el veneno se cura con veneno, si me sentía triste leía a Schopenhauer, cuyo pesimismo telúrico y ontológico me suministraba inmediatamente la ración de optimismo que necesitaba. No acudí, por contra, a la medicina alopática y eso que por aquel entonces la simpatina y la centramina se vendían a go-gó, y sin receta, en cualquier botica de barrio.

Testigo soy de que Madrid en verano no es Baden-Baden. Con familia o sin ella, es más bien un terrible poblachón manchego con vistas a la nada. Ni siquiera a un mar presentido. Siempre con Góngora:

«Dejadme llorar
orillas del mar.»

Los huertos dejan huella. En las manos del cuerpo y en las del alma. Su siembra, abono, desinsectación y desinfectación, su riego, y también la labor de guiar de las plantas trepadoras por sus correspondientes cañizas, huellas son. El momento mágico de juzgar si un tomate sabe mejor esta madrugada o a siguiente, marca trazas. Consumir en seis o siete días, en plan crudité, kilos y kilos de plantas hortenses imprime carácter. Huellas dejan los huertos. Y más si son inmediatos, como el mío.

Así cantaba yo, por tientos, a mis “salvaoras” nínfulas:

«Inmediato.
En este huerto inmediato
donde beben mis palomas,
yo me siento
y me distraigo un rato
con ver el agua que toman.»





A juro que la guiri de guardia se quedaba in albis y me miraba como las vacas al tren. Y yo me marcaba una petenera, cante que para unos nació en las antiguas juderías españolas y para otros en un pueblecito gaditano níveo de cal moruna:

«Ven acá, “remediaora”,
y remedia mis dolores;
que está sufriendo mi cuerpo
una enfermedad de amores.»

Y se hacía una luz de luna que aclaraba todo.


viernes, 16 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo quinto)



Leí en un manual sobre cuidado de huertos y jardines que el método para regar dependía del tamaño del huerto, del coste de cada sistema y del estilo de vida del hortelano. El manual provenía de la Oregon State University y me dio mucho que pensar. La tajante afirmación de que la decisión sobre las tres básicas maneras de regar, a saber, a mano (con manguera o regadera), por goteo o mediante aspersores portátiles dependía en buena parte de mi estilo de vida, me llevó a consultar a los filósofos presocráticos en busca de orientación.

Ni Parménides ni Heráclito me aclararon el enigma de la relación entre mi forma de vivir y el sistema de riego adecuado. Yo pensaba que el regadío de un huerto urbano sito en un tercer piso era cuestión que venía dada por la naturaleza de las cosas y no por la moral o costumbres de las personas. De todas formas, Parménides es gilipollas. Confiar todo al razonamiento, aseverando que lo que no es pensable según la razón, no puede ser, es desconocer todo. Empezando por uno mismo. Me sentía y me siento más próximo a Heráclito con su teoría de la contradicción.

Descarté el goteo y los aspersores por instinto de conservación. De mi persona, no del huerto.

Mi idea‑fuerza era simple. Se trataba de meter un trozo de la vega de Granada en una residencia en el barrio de Salamanca de Madrid, y cultivar así una serie de hortalizas cuyos frutos me comería antes de que el otoño me devolviera a la tozuda realidad familiar.

Subí, siempre con nocturnidad y alevosía, los plantones crecidos en semilleros y las semillas de aquellas hortalizas que se pueden sembrar directamente en la tierra. Los plantones eran de berenjenas, melones, pimientos y tomates. Las semillas que no habían pasado por intermediario semilleril alguno eran de judías verdes, habas y zanahorias.

Embutir un pedazo de campo en aquel apartamento suponía interiorizar en mi mundo el universo exterior. Entiéndase bien, en un sentido físico, no metafísico. No conseguí totalmente poner de acuerdo la vida exterior con la interior y lo que logré fue con sufrimiento y sobre todo con soledad. Días enteros hubo en que no cambié palabra con nadie salvo conmigo, que tampoco era nadie. Pero sí afirmé mi libertad, mi independencia y mi total disponibilidad hacia mi yo, que sólo se casaba con mi propia opinión. Defendía mi alma secreta con constancia de jornalero. En aquellos meses mayores y de fuego yo me metí en sus brasas. Tieso que tieso.


 A finales de junio quise que mi bonsái sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando las para entonces cuatro cuartas del árbol de Bo volvieron al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada.

Me alimenté frugalmente a base del jamón de york que subía de California 21, de los yogures y frutas que compraba en el mercado de la Paz y de un puré de patatas de sobre cuya excelente calidad agradeceré siempre a Maggi. Román, el maître de California 21, me preguntó en alguna ocasión si estudiar tanto no resultaría malo para la cabeza. Yo le dije que era muy pernicioso y que prueba de ello eran los tics y muecas que ejecutaba el notario que se sentaba al final de la barra a las veintiuna horas en punto, al término de cada jornada laboral. Román decía que me veía ojeroso e iluminado como un orate. Y que no comía con fundamento.

Cuando pienso en mi proceder de aquel ciclo solar, diagnostico que me autosecuestré. Los secuestros son muy largos de vivir y muy cortos de contar. No recuerdo que mi soledad interior me hiciera perder el sentido del humor, y sí que tenía acentuado el sentido del amor que propician los huertos, aunque sean esteparios.

Ahora sé que las emociones son muy importantes para el mecanismo de la formación de los recuerdos. Mi vecino el neurobiólogo me enseña que los humanos compartimos memoria con las moscas. ¡Qué alivio!, mi memoria no está sola. Se parece a una mosca cojonera.



( fotos Masao Yamamoto )

viernes, 9 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo cuarto)



Avelino el fumista ejecutó mi proyecto al milímetro. Necesitó de todo el invierno y parte de la primavera, pero el día 22 de junio, histórica fecha en que partió mi familia hacia el Sur, en los sótanos donde vivía la gran caldera de carbón que suministraba calefacción al edificio, apilados estaban todos los pedazos de zinc requeridos para montar mi sueño de horticultor de la propiedad horizontal.

Si la caldera calentaba en el invierno, la canícula mesetaria fundía plomo derretido sobre los cuatro enanos excéntricos que quedábamos en esta absurda capital de España, elegida como tal por Felipe II contra toda lógica política y conveniencia estratégica de un imperio que entonces estaba conquistando América. ¿Por qué no Lisboa? Puto racionalismo geométrico‑centralista.

El plomo incandescente del centro del día se volvía aceite hirviendo por las noches y yo me freía hasta el punto de dormir en el balcón, en un colchón Flex tamaño cadete. Los muebles de las tres habitaciones experimentales habían vuelto impracticables los largos pasillos del piso. Ni para dormir servían.

De todos los problemas que afronté aquel verano de lobo estepario, el que más me sulfuraba era la portera del inmueble, de quien tenía serios indicios para sospechar que trabajaba como agente secreto para la Drug Enforcement Administration de USA. La señá Pilar había convenido con mi madre en que cuidaría de asear mi dormitorio, a cuyo efecto fue provista de un llavín de la casa.

Soborné a la cancerbera del edificio con mi escasa paga semanal, a fin de que diera por cumplido su cometido, puesto que mi dormitorio, una vez plantado de ricas hortalizas, no requeriría de más cuido que riegos y mimos. Pero la señá Pilar, a quien mi madre había adelantado su remuneración de todo el estío, si bien aceptó mi soborno no cumplió su parte del trato. Ocasión tuve de comprobarlo poniendo trampas simples, como cinta de papel celo en la junta de la puerta o plastilina en la cerradura. La muy cabrona.

Entrenada por la DEA, olfateaba como un rottweiler las matas de maría. Madrileña castiza de Lavapiés, husmeaba como un can mil‑leches cualquier estela o aroma de presencia femenina, que ellas siempre dejan residuos. Los informes fruto de su espionaje sobre cultivos sospechosos eran depositados en la embajada americana. Las conclusiones que sacara sobre visitas “de género”, malicio que eran para el placer de su cotilleo con las vecindonas. Con la pipera de la esquina, con la quiosquera, con Casilda la cacharrera y, por qué no, con el cura párroco del lugar.




Avelino me enseñó que el zinc puro se puede enrollar y tensar. Comprobé que su color es blanco azuloso, lustroso y brillante. Su vaga dureza, apenas 2,5 en la escala de Mohs, determina que sea tan dúctil y maleable como un empleado de banca polivalente. No puedo dar fe de si Avelino utilizó algún otro metal para hacer un galvanizado. Sí recuerdo que lo hizo para soldar las juntas.

Certifico que el día de junio que sigue a San Pedro, bien entrada la madrugada, Avelino y yo, silenciosos como hormigas meando sobre algodón, subimos a mano por la escalera de servicio y con muchas fatigas, las tres grandes planchas que recubrirían el suelo y las otras doce destinadas a forrar las paredes de mi huerto hasta sesenta centímetros de altura. Con lamparilla de soldar, lija, hilo de estaño, estropajo de acero, una lima y unos guantes, aquel artesano que calzaba muchos puntos dejó listas las estancias que habrían de fructificar.

Dormí lo menos que pude y me fui con el Renault cuatro latas a recoger los semilleros, plantones y semillas que había dejado encargados en los viveros de la Ciudad Universitaria que gerenciaba un tal Sr. Matallana. Éste me había aconsejado que utilizase una tierra con un tres por ciento de humus y bien equilibrada en su composición mineral.


jueves, 1 de diciembre de 2011

Mi huerta (capítulo tercero)



(ilustración Chen Shuzhong)

Hice de agrimensor y levanté un plano con las medidas exactas de los tres rodales que tendría mi huerto, uno por habitación. Era preciso tener muy en cuenta el espesor y la altura de los zócalos. Esta etapa requería de cálculos tan precisos como los de Einstein a la búsqueda de su teoría unificada de los campos, que los físicos de hoy persiguen bajo el nombre de teoría de las supercuerdas. O algo así, que yo soy de letras, aunque las ciencias me llaman mucho la atención.

Conté con primor los veintiún días que siguieron a la luna nueva de enero. Llegado que fue el día prescrito, sumergí con unción la vieja semilla del árbol de la ciencia en un termo con agua caliente, que renovaba cada doce horas. Para las fiestas de la cruz de mayo la pepita había brotado: una raicilla por un extremo y un alevín de tallo por el otro.

Como en la vivienda de la familia el espacio a mí asignado era mínimo y promiscuo, decidí pedir ayuda a una japonesa que había venido a Madrid a estudiar unos cursos de flamenco. Se llamaba Mishouko, tenía un ático cerca de la calle Ibiza y era versada en zen.






Me agencié en el Rastro una bañera antigua que había pertenecido al marqués de Esquilache. Pedí quedarme a solas la tardenoche en que procedí al trasplante de la semilla del árbol sagrado desde el termo útero hasta la rica tierra que había preparado en la gran tina. Seguí las instrucciones de mi tío el teósofo y todo salió según la naturaleza de las cosas santificadas.

Retomé el oficio de geómetra medidor. La exactitud y el rigor eran inexcusables, pues las planchas de zinc que cubrirían el suelo a cultivar y protegerían el parquet de madera de mi vocación agrícola debían encajar al milímetro con las otras piezas del propio metal que, verticalmente, iban a recubrir zócalos, rodapiés y pared hasta sesenta centímetros de altura.

Todo ello con la finalidad de disponer de un hondo de medio metro de buena tierra y humus orgánico que, convenientemente regados por mis manos de hombre de vega, me permitieran sembrar tomates, berenjenas, calabacines, judías verdes y otras verduras. Una esquinadura quedaría reservada para unas poquitas matas de cannabis sativa.

( la foto de la bañera que compré en EL RASTRO la he tomado de un blog que se llama CHIC CHIC )