( capítulo séptimo y final )
Granada: mi niñez con mi memoria (capítulo final)
Al dar las once el capataz cumplió con el rito de las noches de verano pasando a la Casa Grande para dar las buenas noches. Preguntó:
-Ama ¿será inanormal el señorito?
Me gustó su diagnóstico, que por prudencia formulaba en interrogación. Prefiero ir solo como el espárrago antes que nadar en cardumen. ¡Me niego a ser más tonto que un hilo de uvas!
Mi madre contestó:
-Frasquito, ¡válgame Dios! Sus gallinas han estropeado en la siesta mi macizo de dalias en flor. ¿Quiere usted una taza de café?
Mi padre pidió la caja de tabaco de picadura y ofreció a Frasquito. Era buen tabaco, de hoja y de contrabando gibraltareño. Mientras los mayores liaban sus cigarros con parsimonia y papel Bambú, mis hermanas me comprometían con señas y dengues. Querían saber sí, y cuántas veces, había hecho aguas mayores y menores en el aljibe, durante mi encierro experimental. ¡Qué jodías las crías!
Pedí permiso para retirarme a mi habitación, que obtuve tras recibir la bendición materna junto a la señal de la cruz en la frente:
-Que la Virgen y los santos te acompañen, hijo.
Dormí hondo y de seguido. Soñé con ellos. Son buenos y se comen las larvas y los gusanos del agua. No molestan, no gritan y no abusan de los más débiles. El gitanillo se alejaba por la plaza de Bibarrambla cantando:
¡Galápagos para el aljibeeeee!
Al abrirse el día escondí en el horno del secadero de tabaco el cráneo y la tibia que, humanos fósiles, había subido del fondo del aljibe. Siempre se ha dicho que cada familia guarda un cadáver en su aljibe. Los restos de nuestra momia tribal, míos son porque están aquí, en mi escritorio. Me advierten de dónde vengo, a dónde voy y cómo se las gasta mi gente.
Mi mesa de escribir, mi cuarto-leonera, mi perra y los huesos con mi propio ADN son los únicos juguetes que tengo. Con ellos me encierro, a solas, para escribir variaciones sobre el mismo tema.