lunes, 30 de agosto de 2010

¡AL SOL DE LA BELLEZA! ¡LA PRIMAVERA! III


( capítulo tercero )
Hoy, transcurridos muchos años de gracia y alguno de desgracia, pienso en lo fácil que para Ada resultó pasar del invierno de la infancia a la primavera de la adolescencia. Sin dudas, sentimientos de culpa o regresiones. De golpe se terminaron las prácticas formales de la religión oficial.

 De regla tardía, la caja de su cuerpo maduró maravillosamente en la Ciudad Universitaria de Madrid. De ojos claros, bien abiertos y bien guasones, sus pechos remedaban, a mejor, el busto de la Marianne de la República Francesa. Las largas piernas de Ada brotaban de más arriba de sus caderas, que a su vez sostenían el trasero más importante de todo el distrito universitario.

A propósito de su culo, contaré que, en tercer o cuarto curso de la carrera, el cursi y relamido de D. Leonardo, granadino y catedrático de Derecho Procesal, echó a Ada de clase por llevar pantalones vaqueros, que por entonces no se llamaban, como ahora, jeans. Otro apunte del clima imperante: un catedrático de Derecho Canónico, con apellido de comunero castellano, gordito, bajito y meapilas, a la hora de explicar los impedimentos y causas de anulación del matrimonio, como la impotencia y otras hierbas, rogaba que se ausentaran de clase las alumnas futuras abogados.

Ada leyó “El Cuarteto de Alejandría” de Durrell. A Henry Miller también: los dos trópicos,” Nexus”, “Plexus” y lo demás. Devoró la “Rayuela” de Cortázar, el “Bomarzo” de Mújica Lainez, el Jardín de los “Finzi Contini” de Giorgio Bassani y otras novelas que se vendían bajo cuerda. ¡Bendita editorial Losada. Buenos Aires. Argentina! Se entusiasmó con “Jules et Jim”, de Henri-Pierre Roché y “Le genou de Claire”, de Eric Röhmer. Huellas perennes dejaron en ella, como la suya en mí.

                                                                           ( foto de Yamamoto )

viernes, 27 de agosto de 2010

¡AL SOL DE LA BELLEZA! ¡LA PRIMAVERA! II


( capítulo segundo )

Cañas, vinos y tapas por Moncloa con las nuevas amigas. Pinchos en Serrano con las burguesitas excompañeras de las irlandesas. El Corrillo, Samuel, Peláez, El Águila, El Aguilucho, Mozo, el café Roma, La Ancha, Jurucha y Sakuskiya. Mucho cineclub de colegio mayor y algún concierto en el Monumental. Antonioni, Bergman, Godart, Chabrol, Truffaut, Risi. ¡Rohmer! Y los inevitables Eisenstein, Max Ophuls, Renoir y Von Strömberg. Bardem y Berlanga, con guiones de Azcona, de cuando en cuando, ma non troppo. El cine español estaba tachado de cutre y facha.

Yo también devoraba cine. Sin orden ni concierto. Mejor si estaba censurado o prohibido. Rossellini, Visconti, Clouzot, los Taviani, la Varda, Resnais, Louis Malle. Cualquier película europea mutilada era mejor que una americana intacta. Así pensaba yo por aquel entones, en que huí, haciendo notar ruidosamente mi disconformidad, de la proyección de películas como “Esplendor en la hierba” o “La gata sobre el tejado de zinc” .

Ada empezó a salir con un chico delgado y alto, de Linares, provincia de Jaén. Guapo, paleto y torpón, andaba el hombre confuso tanto por lo civil como por lo religioso. El primer ligue de Ada no dió para mucho, ni ella lo procuró. Años después, cuando se celebró el XXV aniversario de la promoción, el chico del sur invitó a Ada a subir a su habitación en el Meliá Princesa. “Asignatura pendiente” decía él. Así contestó ella al tal Tomás: “si entonces no me apeteció, menos hoy. Y con los cubatas que te has metido, igual ni puedes...”



En verdad a Ada quien le hacía gracia era otro, que era de Valladolid y muy blanco de piel. Casi tartamudo de puro tímido, ella veía en él algo profundo y oscuro, como Serrat ve en el Mediterráneo. Hijo de militar, vivía por el paseo de la Florida, cerca de la Estación del Norte. Allí le dejó Ada en más de una ocasión, cuando su hermana le prestaba el Seat 600D de color azul claro, matrícula M-300.564.

Ada coqueteaba con él, le ponía ojitos y le hacía morritos y mohines. Ni por esas. El crío no se atrevía ni a respirar en su derredor. Ada sabía que Mario andaba pretendiendo a “una pedorra” más fea que Picio, hija del director del periódico de los sindicatos de Franco. Con ella se casó y con ella sigue. En otro aniversario de algo, Ada buscó sentarse a su lado en la mesa del restaurante José Luis. Así habló Ada a Mario: “¿por qué no te dejaste ligar?”. Respuesta de él: “porque no ibas en serio conmigo”.

(fotos Masao Yamamoto)
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miércoles, 25 de agosto de 2010

¡AL SOL DE LA BELLEZA! ¡LA PRIMAVERA! I



J’attendrai

Le jour et la nuit
J’attendrai toujours
Ton retour
... Et pourtant, j’attendrai
Ton retour
(Poterat 1937)
( Capítulo primero )

La primavera de Ada llegó en el otoño de aquel año. Cumplía diecisiete y empezaba a estudiar la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.

Atrás, colegio, uniforme, colores grises y muros altos. Letanías y mecanismos de repetición. Mantras católicos. Tiempo perdido, día a día, año a año. Once en total.

En la facultad había luz de colores, olores y personas vivas. Desde las aulas Ada ponía sus ojos en la Casa de Campo, el monte del Pardo y, más allá, en la sierra de Guadarrama. Mañanas de azules velazqueños, rubescentes horizontes en las tardes.

Bajaba del metro en Argüelles, salida Alberto Aguilera, y el autobús E depositaba a Ada en clase. Por el camino, plátanos de adorno, castaños de Indias, algunos cedros de nueva plantación, pinos piñoneros, alcornoques y nogales. Todavía quedaban en Madrid retazos de monte bajo. Retamas, jarales, madroñeros y encinas chaparras.

El nuevo mundo era mejor. Ada elegía. Estudiaba o no. Entendía o memorizaba. Si perdía el tiempo, de ella dependía, no se lo perdían los demás.

Ada optó por estudiar dos o tres horas al día, desde el primero, antes que dejar para mayo el atracón final. Gustaba más de las asignaturas que se referían a otros tiempos, como la Historia del Derecho o el Derecho Romano. Asistía a clase por la mañana, estudiaba después de la siesta y, al caer la tarde salía a orearse con sus amigas.

domingo, 22 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO XIV y final




( capítulo décimocuarto y final )

( foto Yamamoto )

La portera acechadora no comprendió jamás el destino de su pato. Dícese que visitó a un psiquiatra, pues no hallaba razón de la desaparición, por arte de birlibirloque, de un ave encerrada en un patio de luces en un edificio de seis alturas. Era un pato virgen, que no había volado en su vida. Y dada la pequeña dimensión del patio, aunque hubiera sabido volar, que no sabía, la corta pista de despegue no le hubiera permitido alcanzar la altura necesaria para no despanzurrarse.

Es una historia cruel y la cuento con el corazón comprimido. Pero la vida de un pato prisionero por capricho de una portera agente doble es dura. Como dura era la vida de cualquier animal en la España cañí. Las cabras volaban desde los campanarios de las iglesias de pueblo. Los mozos rurales apaleaban a los pobrecicos perros mientras éstos se apareaban y prefiero no mentar a los miles de toros que son sacrificados cruelmente, cada año, en el ara de la llamada fiesta nacional ¡Qué salvajada!



De muy chico vi con estos ojitos que se ha de comer la tierra cómo, en una finca de Ávila y en invierno, los perros de una gran casa de labor dormían atados a carros y tartanas, en noches rasas, a diez grados bajo cero. Al cabo y a la postre, el pato sufrió poco, murió rápido y se ha convertido en una leyenda en esta parte del barrio. Algún precio hay que pagar por pasar a la historia. Y no se hable más de ello.



El verano terminó y volvió el barullo de la vida, esa gran parodia de la realidad. Se acabó mi estado de letargo y mi vocación de ermitaño a tiempo parcial. Si alguien de la familia advirtió indicios o sospechas de actividades paranormales, tuvo la delicadeza de callar, probablemente porque fingir ignorancia es menos fatigoso que indagar verdades inanes.



Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida, si bien yo hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época y yo no concordamos.



Cuando junté unos dineros, compré un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi, entonces, arbusto del gran árbol de Bho pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.

jueves, 19 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO XIII



( capítulo decimotercero )

( foto del autor )

En lo que respecta al gorrino estado del menaje y utensilios de cocina, buena parte de la responsabilidad la tuvo el pato que pesqué aquel verano de grana y oro.

El ánade pertenecía a la portera agente secreto y habitaba en un patio interior, que era el mismo al que daban las tres habitaciones convertidas en huerto. Y me tenía harto de sus graznidos ininteligibles. Se trataba de hacer desaparecer limpiamente al pato, sin que la portera me denunciara en comisaría o, peor aún, a la CIA. Fuíme a una tienda de caza y pesca llamada Rehala y pedí sedal y anzuelo.

El dependiente me preguntó:
- ¿Cuánto sedal necesita Ud.? ¿De qué grosor? ¿De qué clase de pesca estamos hablando?
Contesté:
- Se trata de un pato azulón común y de un tercer piso. El edificio es antiguo y cada planta mide unos cuatro metros. Es decir, cuatro por cuatro son dieciséis, más otros cuatro metros de reserva, veinte metros en total.

El dependiente cayó preso de un ataque de risa y no me cobró sedal ni anzuelo, a pesar de sufrir un pinzamiento lumbar de etiología carcajeril.

Me compré la linterna más potente que encontré en la cacharrería del barrio, que no fue gran cosa si tenemos en cuenta que aquella España tenía de por sí muy poca potencia lumínica. Empecé a observar las costumbres dietéticas y el comportamiento etológico del pato, a fin de buscar el cebo adecuado. El bicho no se inmutaba cuando le tiraba lombrices de las que habían aparecido en el huertecico, en la tierra que yo cavaba y escardaba con tiento y con un almocafre granaíno. La pasta de dientes tampoco le gustaba ni, sorprendentemente, el jamón de york de California 21. Di finalmente con la clave: el tomate, siempre que fuera de pata negra.


Tras una noche sin sustancia, dejé que el curso de las cosas se precipitara. La madrugada del 10 de agosto pesqué al pato y lo subí a pulso hasta la tercera planta. De guillotinar al palmípedo se encargó mi amigo el pobre, que era revolucionario, jacobino y, por tanto, gran conocedor de las técnicas de Madame Guillotine. Conste que el anzuelo se hincó en el tejido córneo del pico, que no duele, según me explicó luego el profesor Franz de Copenhague.


El fracaso final de la operación pato a la naranja fue rotundo. La receta que habíamos recortado de la revista Semana no funcionó. Tiempo después aprendí que las piezas de caza, de pelo o pluma, suelen dejarse unos días para que sean invadidas por su propia flora intestinal, sin que el grado de fermentación llegue a modificar su gusto. Creo que los franceses lo llaman “laisser faisander”.

martes, 17 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO XII


( capítulo duodécimo )
( foto del autor )

La operación de desmontar la estructura de zinc de mi vergel hubiera requerido de un par de profesionales de esos que en el cine americano hacen desaparecer cadáveres por el desagüe de una bañera y limpian el escenario de un crimen, de forma y de manera que ni el FBI, con todo su esplendor, encuentra una puta prueba de la matanza del día de San Valentín. El “window dressing” navideño de las cuentas y balances de las sociedades y fondos de inversión es un juego de ursulinas comparado con mi trabajillo septembrino.

Como quiera que mi conocimiento de los bajos fondos de Madrid era, por entonces, limitado, pedí ayuda a dos amigos que andaban desnortados en los madriles. Uno era pobre y el otro muy rico. El pobre me ayudó, a cambio de instalarse en casa los días que durara su adecentamiento y la eliminación de las pruebas del hortelano delito. El muy rico me dijo compungido que se iba a pasar unos días, el muy mamón, a Saint Jean Les Pins, en la Costa Azul.

Siempre me ha enternecido la natural disposición de los ricos a prestarse entre sí la ayuda que niegan a los que verdaderamente la necesitan. Y quede claro que a mí los ricos me gustan, mas siempre he procurado no formar parte de la colección de ninguno de ellos. De muchacho advertí que algunos millonetis sufren de ataques de vanidad filantrópica. Mal asunto, sobre todo si se practica con dinero ajeno, cosa habitual en las Hispanias.

En la gran limpieza, que hubimos de extender al resto del piso, contabilicé ciento veintiocho vasos usados, noventa platos lisos de los grandes y noventa y ocho de los pequeños. No había ningún plato sopero. Cientos y cientos de cucharas y tenedores y muy pocos cuchillos. Todo ello más sucio que la sotana de un cura.

domingo, 15 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO XI


    ( capítulo undécimo )

Testigo soy de que Madrid en verano no es Baden-Baden. Con familia o sin ella, es más bien un terrible poblachón manchego con vistas a la nada. Ni siquiera a un mar presentido. Siempre con Góngora:

«Dejadme llorar
orillas del mar.»


Los huertos dejan huella. En las manos del cuerpo y en las del alma. Su siembra, abono, desinsectación y desinfectación, su riego, y también el trabajito de colocar la guía de las plantas trepadoras por sus cañizas, huellas son. El momento mágico de juzgar si un tomate sabrá mejor esa madrugada o a la siguiente, marca trazas. Consumir en seis o siete días, siempre en plan “crudités” ya que no consigo ni freír dignamente un huevo, kilos y kilos de plantas hortenses imprime carácter. Huellas dejan los huertos. Y más si son inmediatos.


Así cantaba yo, por tientos, a mis “salvaoras” nínfulas:

«Inmediato.
En este huerto inmediato
donde beben mis palomas,
yo me siento
y me distraigo un rato
con ver el agua que toman.»

La guiri de guardia se quedaba in albis y me miraba como las vacas al tren. Y yo me marcaba una petenera, cante que para unos nació en las antiguas juderías españolas y para otros en un pueblecito gaditano níveo de cal moruna:

«Ven acá, “remediaora”,
y remedia mis dolores;
que está sufriendo mi cuerpo
una enfermedad de amores.»

Y se hacía una luz de luna que aclaraba todo entre nosotros.

viernes, 13 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO X


( capítulo x )

( foto del autor)
Me llevé al huerto a unas pocas mozas extranjeras, de las que se matriculaban en los cursos de verano de la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Yo recitaba a Lorca y ellas miraban mis verduras, hasta que se tocaban nuestras miradas. Advertía en ellas la ternura que a veces se siente ante una persona terminantemente decidida a llegar hasta el final, en busca de un objetivo imposible de alcanzar. Las que habían nacido en el campo me reconocían como a un igual, aunque Andalucía quedara lejos de Georgia y mi huerto fuera una maqueta o remedo de tal.

Pero Lorca es mucho Lorca, Los Panchos funcionan casi siempre y yo las amaba casi tanto como a mis matas. Nos sumergíamos en la música como en el mar. ¡Qué sentimentales y tiernas pueden llegar a ser las yankees, o las confederadas, cuando les tocas la tecla... romántica! No entendía la mitad de lo que me decían, pero seguro que era muy bonito. Conste que me atuve a mi regla: es inmoral acariciar a una chica que no te gusta. El escrúpulo desaparece si tú tampoco le gustas a ella.

Para mejorar mi swing con las gachises foráneas, quienes me liberaron de tantas y tan viejas represiones y tabúes, tomé unas clases de guitarra española con un maestro que era conserje del Ministerio de Obras Públicas y vivía en un chalet muy gracioso en la colonia de la “Prospe”. Yo tenía más afición que oído y la naturaleza no quiso obrar el milagro de convertirme en el único semoviente de mi viejo linaje, que se remonta a Adán y Eva, que lograra articular tres o cuatro notas musicales seguidas y acordes. ¡No se puede tener todo en la vida! Antes bien, es más probable no tener “naíta de naíta”, como lamentaba una maritornes familiar al contemplar el vacío y ruina de la despensa de sus señores. “Está la alhacena que se descalabran los ratones” se decía en Madrid.

Al atardecer, cuando decaía mi solitario ánimo, recurría a un método homeopático. Así como el veneno se cura con veneno, si me sentía triste leía a Schopenhauer, cuyo pesimismo telúrico y ontológico me suministraba inmediatamente la ración de optimismo que necesitaba. No acudí, por contra, a la medicina alopática y eso que por aquel entonces la simpatina y la centramina se vendían a go-gó, y sin receta, en cualquier botica. ¡Prohibición de la píldora anticonceptiva! ¡Barra libre para las anfetaminas psicoestimulantes! ¡Qué disparate de régimen!

miércoles, 11 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO IX


( foto del autor )

A finales de junio quise que mi bonsai sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando el árbol de Bo volvió de mi mano al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada. Y me llegaba por la cintura.

Me alimenté frugalmente a base del jamón de york que subía de California 21, de los yogures y frutas que compraba en el mercado de la Paz y de un puré de patatas de sobre cuya excelente calidad agradeceré siempre a Maggi. Román, el maître de California 21, me preguntó en alguna ocasión si estudiar tanto como yo no resultaría malo para la cabeza. Yo le dije que era muy pernicioso y que prueba de ello eran los tics y muecas que ejecutaba el notario que se sentaba al final de la barra, a las veintiuna horas en punto, al término de cada jornada laboral. Román decía que me veía ojeroso e iluminado como un orate. Y que no comía con fundamento.

Cuando pienso en mi proceder de aquel ciclo solar, concluyo que me autosecuestré. Los encierros son muy largos de vivir y muy cortos de contar. No recuerdo que mi soledad interior me hiciera perder el sentido del humor, y sí que tenía acentuado el sentido del amor que propician los huertos, aunque sean esteparios y de urbana arquitectura.

Ahora sé que las emociones son muy importantes para el mecanismo de la formación de los recuerdos. Un compadre neurobiólogo me enseña que los humanos compartimos memoria con las moscas. ¡Qué alivio!, mi memoria no está sola. Se parece a una mosca cojonera, pero tiene por qué.

lunes, 9 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO VIII



( capítulo VIII )

Descarté el goteo y los aspersores por instinto de conservación. De mi persona, no del huerto.

Mi idea-fuerza era simple. Se trataba de meter un trozo de la vega de Granada en una residencia en el barrio de Salamanca de Madrid, y cultivar así una serie de hortalizas cuyos frutos me comería antes de que el otoño me devolviera a la tozuda realidad familiar y universitaria.

Subí, siempre con nocturnidad y alevosía, los plantones crecidos en semilleros y las semillas de aquellas hortalizas que se pueden sembrar directamente en la tierra. Las matas eran de berenjenas, melones, pimientos y tomates. Las semillas que no habían pasado por intermediario alguno eran de judías, habas y zanahorias.

Embutir un pedazo de campo en aquel apartamento suponía interiorizar en mi mundo el universo exterior. Entiéndase bien, en un sentido físico, no metafísico. No conseguí totalmente poner de acuerdo la vida externa con la interior y lo que logré fue con sufrimiento y sobre todo con soledad.

Días enteros hubo en que no cambié palabra con nadie salvo conmigo, que tampoco era nadie. Pero sí afirmé mi libertad, mi independencia y mi total disponibilidad hacia mi yo, que sólo se casaba con mi propia opinión. Defendía mi alma secreta con constancia de jornalero. En aquellos meses mayores y de fuego yo me metí en sus brasas. Tieso que tieso.
                                                              ( ilustración Pedro Cano )

viernes, 6 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO VII


( capítulo VII )

Certifico que el día de junio que sigue a San Pedro, bien entrada la madrugada, Avelino y yo, silenciosos como hormigas meando sobre algodón, subimos a mano, por la escalera de servicio y con muchas fatigas, las tres grandes planchas que recubrirían el suelo y las otras doce destinadas a forrar las paredes de mi huerto hasta sesenta centímetros de altura. Con lamparilla de soldar, lija, hilo de estaño, estropajo de acero, una lima y unos guantes, aquel artesano que calzaba muchos puntos dejó listas las estancias que habrían de fructificar. Eso sí, la operación “huerto interior” duró casi las veinticuatro horas con que cuenta un día cualquiera.

Dormí lo menos que pude y me fui con el Renault cuatro latas a recoger los semilleros, plantones y semillas que había dejado encargados en los viveros de la Ciudad Universitaria que gerenciaba un tal Sr. Matallana. Éste me había aconsejado que utilizase una tierra con un tres por ciento de humus y buen equilibrio en su composición mineral.

Leí en un manual sobre cuidado de huertos y jardines que el método para regar dependía del tamaño del huerto, del flujo de caja del hortelano y de su estilo de vida. El manual provenía de la Oregón State University y me dio mucho que pensar. La tajante afirmación de que la decisión sobre las tres básicas maneras de regar, a saber, a mano (con manguera o regadera), por goteo o mediante aspersores portátiles dependía en buena parte de mi estilo de vida, me llevó a consultar a los filósofos presocráticos en busca de orientación.

Ni Parménides ni Heráclito me aclararon el enigma de la relación entre mi forma de vivir y el sistema de riego adecuado. Yo pensaba que el regadío de un huerto urbano sito en un tercer piso era cuestión que venía dada por la naturaleza de las cosas y no por la moral o costumbres de las personas. De todas formas, y ustedes perdonen, Parménides es gilipollas. Confiar todo al razonamiento, aseverando que lo que no es pensable según la razón, no puede ser, es desconocer que los pájaros no maman. Empezando por uno mismo. Me sentía y me siento más próximo a Heráclito con su teoría de la contradicción.

( lienzo del maestro ARCIMBOLBO )

lunes, 2 de agosto de 2010

EL HUERTO INMEDIATO VI


( capítulo sexto )

( foto del autor del blog )

Soborné a la cancerbera del edificio con mi magra paga semanal, a fin de que diera por cumplido su cometido, pero sin ejecutarlo, puesto que mi dormitorio, una vez plantado de ricas hortalizas, no requeriría de más cuido que riegos y mimos. Mas la “señá” Pilar, a quien mi madre había adelantado su remuneración de todo el estío, si bien aceptó mi soborno no cumplió su parte del trato. Ocasión tuve de comprobarlo poniendo trampas simples, como cinta de papel celo en la junta de la puerta o plastilina en la cerradura. La muy cabrona.

Entrenada por la DEA, olfateaba cual sabueso las incipientes matas de maría que apenas si principiaban a frutecer en mi huertecico. Madrileña castiza de Lavapiés, la trapisondista de la portera también husmeaba como un can de mil leches cualquier estela o trazas de aroma de presencia femenina, que ya se sabe que ellas siempre dejan residuos. Los informes fruto de su espionaje sobre cultivos sospechosos eran depositados por un propio en la embajada americana. Las conclusiones que sacara sobre visitas “de género”, malicio que eran para el placer de su cotilleo con las vecindonas. Con la pipera de la esquina, bautizada Bibiana, con Emilia la quiosquera, con Casilda la cacharrera y, por qué no, con el cura párroco del lugar, famoso por tener la lengua más larga que la sotana.

Avelino me enseñó que el zinc puro se puede enrollar y tensar. Comprobé que su color es blanco azuloso, lustroso y brillante. Su vaga dureza, apenas 2,5 en la escala de Mohs, determina que sea tan dúctil y maleable como un empleado de banca polivalente. No puedo dar fe de si Avelino utilizó algún otro metal para hacer un galvanizado. Sí recuerdo que lo hizo para soldar las juntas.